Jamas

Desdoblar aquel disparo blanco fue simplemente el tiro de gracia. Ella había empezado a matarlo mucho tiempo atrás.

Todo comenzó el día en que la asesina, aún algo niña y vestida de azul, rió tan alto y desentonado que su risa se separó de ella para irse a meter a la mente de un muchacho flaco flaco, con ojos de perrito perdido.  Así, después de eternas noches en vela y días en trance el muchacho flaco de orejas grandes decidió ignorar olímpicamente las probabilidades e invitó a la chica de azul a salir, esperando de todo corazón que los ángeles hablaran español. Ahí vino el primer y temprano cuchillazo, un soplo de realidad en la forma de un tranquilo y cantadito “no, gracias”. Claro, sin anestesia ni preámbulos.

Después de aquel desastroso primer encuentro vino la típica fase del sufrimiento silencioso. El muchacho flaco se sumió en la miseria más absoluta del adolescente enamorado viendo pasar espinillas y exámenes reprobados. A la par, la chica de azul lucía más bonita cada día, y lo peor de todo es que lo sabía. Ella apilaba pretendientes mientras que él amontonaba cartas escritas pero nunca enviadas.

Vino la carrera, ella letras y él economía. Fue esa la época en la que el muchacho flaco decidió cambiar, juntando lo poquito que le quedaba de esperanza decidió enfocarse en hacer dinero para poder competir en la guerra de serenatas que tenía lugar los viernes en el balcón de su amada.

Así, cinco años y 4 nuevas cuentas bancarias después,  la chica de azul hizo lo peor que se le pudo haber ocurrido. De entre todas las torturas y tormentos eligió la más dolorosa, una noche de octubre, lluviosa y con luna perdida aceptó casarse con él.

Y a partir de ese momento lo único que él vio de ella fue una foto de bodas. Tan pronto como se fueron los parientes. llevándose su sonrisa forzada, la chica de azul se apresuró a dejar las cosas en claro. En primera, ya había cambiado los nombres para los boletos de la luna de miel. Aceptémoslo, Jean y ella se la pasarían mucho mejor, e él ni le gustaba tanto la playa. En segunda les dirían a familia y amigos que no querían tener hijos. La convivencia entre ellos sería únicamente en días festivos y habría de pasarle cada mes un cheque con el monto en ese momento estipulado.

Lo de ellos sería un matrimonio “abierto” así que si él estaba interesado en salir a conocer nuevas amigas ella no tendría problema en absoluto. Dicho esto la novia le cerró la puerta del cuarto en la cara y él pasó la noche más triste de su vida.

Cualquier persona en su sano juicio hubiera contratado a un abogado y problema arreglado, un capítulo más en una vida traicionera, pero no él. Enamorado, enfermo, loco, un poco de las tres acató lo escuchado sin decir una sola palabra. Cada mañana recibía un puñetazo al decir “buenos días”  sin que nadie contestara. Siguió trabajando, y con la eterna foto de bodas en el escritorio se decía a si mismo que todo era una racha pasajera.  Pero pasarían 6 navidades y la racha parecía recién haber comenzado.

Fue entonces, en la sexta navidad cuando el muchacho flaco en cuerpo de hombre se atrevió, aún más tímido que en su primer encuentro, a formular una pregunta. Le preguntó al oído casi imperceptiblemente “¿Me querrás algún día?”. Y ella no contestó. Con tanto brindis y cascabel ¿Quién hubiera sido capaz de escuchar un susurro triste y apagado? Y él no repitió su pregunta.

El 25 de diciembre un par de policías entraron al departamento blanco que los vecinos habían reportado. Dos cadáveres, una mujer con un tiro en el pecho y un hombre con una bala en la cabeza. En la mano izquierda de él descansaba una pistola y en la mano derecha un papel arrugado con una sola palabra de trazos femeninos.

Jamás.